Relato seleccionado junto con otros premiados para su publicación en el II CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATOS CORTOS SOBRE PATRIMONIO INDUSTRIAL “MÁQUINAS Y PALABRAS”.
El Silo de Trigo. 1.976
Era un niño de siete años, y esa mañana principios de septiembre antes de empezar el colegio, cuando mi padre, me llevo al silo donde trabajaba. Era el jefe de aquel edificio extraño de altos techos y formas chilindrinas enormes, siempre me había llamado la atención desde fuera, pues no entendía la finalidad de aquellas formas, mi sorpresa fue al descubrir cómo se almacenaba el grano en aquellos gigantes seis cilindros de hormigón pegados como soldados en formación. Terminaban en su base con formas cónicas, a unos tres metros del suelo, para que pudieran descargar los camiones que no paraban de salir para los molinos. Para el proceso de carga de los camiones que venían de la siega de los campos, era más sencillo según yo lo veía, pues las bestias mecánicas doblaban sus espaldas sobre una enorme reja verde en el suelo, la cual, se tragaba con apetito voraz de golpe aquella montaña de trigo, una tolva enterrada movía y subía el cereal a la parte alta del cilindro, en un ruido sordo de engranajes y motores eléctricos.
El olor era muy característico para mi joven olfato, se mezclaban tres olores básicos; madera, azúcar y paja. Así era como olía para mí el trigo, esas montañas enormes que portaban aquellos camiones Ebro, de hercúleas ruedas, y rugido de león al arrancar, que soltaban cual ballena al respirar, una nube de hollín negro con olor a gasoil, mientras esperaban su turno en la báscula para pesar su preciada carga. En ocasiones, me parecían una manada de elefantes en cola, pasando uno a uno, para alimentar a la bestia enorme que era aquel silo de cereales.
Mi padre entro decidido en el almacén, y con un enorme termómetro tomo la temperatura del vientre de aquella colina de trigo. Con un gesto, dio la orden a dos operarios de llevarse aquella loma – yo me preguntaba ingenuo como solo dos hombres retirarían esas toneladas.- Cuando los vi aparecer con un cañón alargado de unos tres metros de largo y color verde, inclinado en un ángulo de treinta grados, se apoyaba sobre dos ruedas y un trípode, iguales a las de un viejo avión. El tubo era estrecho, como del tamaño del brazo del hombre que lo manejaba, en su parte inferior terminaba en una caja abierta rectangular y en su parte superior tenía un codo con forma de cañería a noventa grados. A mitad del tubo, tenía una caja de registro con solo dos botones; uno rojo, otro azul, y de allí salía una enorme manguera de cable que enchufaron a la corriente. El extremo inferior lo colocaron en el interior de la colina de trigo, el superior a las costillas de un camión, y por arte de magia para mí, aquel artilugio empezó a succionar rápido el trigo y soltarlo cual chorro de agua sobre el camión, mientras los dos obreros, alimentaban a la alimaña con paladas y paladas de trigo.
A los pocos minutos, ya solo quedaba un montoncito, y pude ver como una serpiente mecánica se retorcía dentro del tubo. Es un “tornillo continuo” de Arquímedes, tiene 2.200 años ese invento – me dijo con seriedad mi padre – Y por fin, puede verle utilidad aquel señor inventor, del cual no paraba de hablar mi maestro. Aquello me hizo viajar en el tiempo, con la ingenuidad de la mirada de un niño, observando aquellas maquinas trabajar por primera vez …